Son las ocho y media de la mañana, mi abuela Laura ha preparado el café, ¡ay! qué olor más rico a café de puchero y a tostadas con mantequilla Lorenzana, esa que vendía Pepe Hernández a granel y la echaba en un papel blanco inmaculado.
Recién terminado el desayuno, recoger a mi primo Pepe Luis y bajar a la cuadra para coger la cámara, no fotográfica, si no neumática. Esa goma grande de camión que me había dado el chófer de mi tío Pepe Cervilla.
Calle Cristo abajo rodando la cámara y ésta llegaba antes que nosotros hasta “las pilas”, lugar de parada en donde teníamos que comprobar su hinchado en Casa de Calderay. Una vez hecha la comprobación, marcha hacia la Pontanilla y desde allí camino de la Playa.
El camino de la playa era angosto, estrecho, polvoriento, con cañaverales a un lado y a otro, y con un gran balate lleno de ranas que era la delicia nuestra hasta que llegábamos al Peñón. En esos primeros días de verano apenas venían forasteros, pero en días señalados como el 18 de Julio o el 25 día de Santiago, sí que venían coches particulares y autobuses, inclusive a la entrada de la playa, habían instalado un tenderete con sombrilla de playa y todo para dirigir el tráfico por parte del policía municipal Frasquito, D. Francisco Blanco.
La mayoría de la gente que bajaba a la playa procedían de Jaén y Granada, principalmente del barrio el Zaidín y eran conocidos y llamados por Sanitex, ya que lo primero que hacían nada más bajar del coche o autobús eran dirigirse al Chambao de Azules y colocar la botella de gaseosa de dicha marca encima de la mesa para así saber que estaba reservada.
A continuación, se acercaban al cañaveral y cortaban unas cuantas cañas para montar el tenderete o tienda rectangular, formada por grandes sábanas blancas o colchas estampadas del año María Castaña. Las mujeres sacaban todos los avíos de los bolsos, que siempre parecían que no tenían fondo, perolas, ollas, anafre, cubiertos, tartera, vasos, platos, botellas, sandía, ésta última, la metían en un gran hoyo que realizaban en la arena de la playa, justo en el rompeolas, para que estuviese bien fresquita.
Los hombres mientras, recogían los cuatro maderos gastados por el tiempo y las olas para conjuntamente con el carbón ir preparando el fuego para la barbacoa de entonces, un anafre con una parrilla repleta de sardinas plateadas. La bota siempre estaba dispuesta para echar un trago con el primer vecino que se acercara a saludarles, pues había gran separación entre familia y familia, no como ahora que no puedes andar sin pisar a nadie.
Los críos, al ver que los del pueblo realizábamos saltos desde el picachillo, lo primero que hacían era imitar y ahí era donde venía la gran distracción para nosotros, pues los panzazos que se daban eran de órdago y el agua que tragaban abundante. Escuchábamos de qué parte venían y a qué jugaban en su barrio.
Por supuesto, que no había aun emigrantes vendiendo su mercancía, el único que sí pasaba por todas las sombrillas era Ramón “el de los gallos” vendiendo sus ricos y tostados cacahuetes.
El día transcurría plácidamente, entre algarabía de críos, buenos tragos de bota, tajadas de sandía y sol, mucho sol, tanto que al finalizar la tarde, con la recogida de los trastos y levantamiento de las jaimas, se adivinaba y veía los rostros, espalda y piernas rojas, tremendamente enrojecidas como tomates, hasta el punto que ya in situ tenían que ponerles a más de uno paños con vinagre para amortiguar el dolor.
Y con sol, salitre y vinagre, de regreso por la Gorgoracha y Caracolillos de Vélez a sus casas de origen hasta otro día festivo en esa hermosa playa limpia, cuidada y familiar de Salobreña.